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nada. Esto serviría para volver a empezar. ¡Es que se puede hacer entrar en razón a tales
mujeres!»
Reflexionó, luego añadió:
«No la olvidaré, puede estar segura, y siempre le profesaré un profundo afecto; pero un
dia, tarde o temprano, este ardor, tal es el destino de las cosas humanas, habría
disminuido, sin duda. Nos habríamos hastiado, y quién sabe incluso si yo no hubiera
tenido el tremendo dolor de asistir a sus remordimientos y de participar yo mismo en
ellos, pues habría sido el responsable. Sólo pensar en sus sufrimientos me tortura.
¡Emma! ¡Olvídeme! ¿Por qué tuve que conocerla? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío!, ¡no,
no, no culpe de ello más que a la fatalidad!»
«He aquí una palabra que siempre hace efecto -se dijo.»
«¡Ah!, si hubiera sido una de esas mujeres de corazón frívolo como tantas se ven, yo
habría podido, por egoísmo, intentar una experiencia entonces sin peligro para usted.
Pero esta exaltación deliciosa, que es a la vez su encanto y su tormento, le ha impedido
comprender, adorable mujer, la falsedad de nuestra posición futura. Yo tampoco había
reflexionado al principio, y descansaba a la sombra de esa felicidad ideal, como a la del
manzanillo, sin prever las consecuencias.»
Va quizá a sospechar-se dijo-que es mi avaricia lo que me hace renunciar... ¡Ah!, ¡no
importa!, ¡lo siento, hay que terminar!:
«El mundo es cruel, Emma. Donde quiera que estuviésemos nos habría perseguido.
Tendría que soportar las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén, el ultraje tal vez.
¡Usted ultrajada!, ¡oh!... ¡Y yo que la quería sentar en un trono!, ¡yo que llevo su imagen
como un talismán! Porque yo me castigo con el destierro por todo el mal que le he hecho.
Me marcho. ¿Adónde? No lo sé, ¡estoy loco! ¡Adiós! ¡Sea siempre buena! Guarde el
recuerdo del desgraciado que la ha perdido. Enseñe mi nombre a su hija para que lo
invoque en sus oraciones.»
El pábilo de las dos velas temblaba. Rodolfo se levantó para ir a cerrar la ventana, y
cuando volvió a sentarse:
-Me parece que está todo. ¡Ah! Añadiré, para que no venga a reanimarme: «Estaré lejos
cuando lea estas tristes líneas; pues he querido escaparme lo más pronto posible a fin de
evitar la tentación de volver a verla. ¡No es debilidad! Volveré, y puede que más adelante
hablemos juntos muy fríamente de nuestros antiguos amores. ¡Adiós!»
Y había un último adiós, separado en dos palabras: «¡A Dios!», lo cual juzgaba de muy
buen gusto.
-¿Cómo voy a firmar, ahora? -se dijo-. ¿Su siempre fíel? ¿Su amigo? Sí, eso es: «Su
amigo.»
Rodolfo releyó la carta. la encontró bien. «¡Pobrecilla chica! -pensó enternecido-. Va a
creerse más insensible que una roca; habrían hecho falta aquí unas lágrimas; pero no
puedo llorar; no es mía la culpa.» Y echando agua en un vaso, Rodolfo mojó en ella su
dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota, que hizo una mancha pálida sobre la tinta;
después, tratando de cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor.
-Esto no pega en este momento... ¡Bah!, ¡no importa!
Después de lo cual, fumó tres pipas y fue a acostarse.
Al día siguiente, cuando se levantó, alrededor de las dos (se había quedado dormido
muy tarde), Rodolfo fue a recoger una cestilla de albaricoques, puso la carta en el fondo
debajo de hojas de parra, y ordenó enseguida a Girard, su gañán, que la llevase
delicadamente.
Se servía de este medio para corresponder con ella, enviándole, según la temporada,
fruta o caza.
-Si le pide noticias mías -le dijo-, contestarás que he salido de viaje. Hay que entregarle
el cestillo a ella misma, en sus propias manos... ¡Vete con cuidado!
Girard se puso su blusa nueva, ató su pañuelo alrededor de los albaricoques, y
caminando a grandes pasos con sus grandes zuecos herrados, tomó tranquilamente el
camino de Yonville.
Madame Bovary, cuando él llegó a casa, estaba preparando con Felicidad, en la mesa
de la cocina, un paquete de ropa.
-Aquí tiene -dijo el gañán- lo que le manda nuestro amo.
Ella fue presa de una corazonada, y, al tiempo que buscaba una moneda en su bolsillo,
miraba al campesino con ojos huraños, mientras que él mismo la miraba con
estupefacción, no comprendiendo que semejante regalo pudiese conmocionar tanto a
alguien. Por fin se marchó. Felicidad quedaba a11í. Emma no aguantaba más, corrió a la
sala como para dejar a11í los albaricoques, vació el cestillo, arrancó las hojas, encontró la
carta, la abrió y, como si hubiera habido detrás de ella un terrible incendio, Emma
empezó a escapar hacia su habitación, toda asustada.
Carlos estaba allí, ella se dio cuenta; él le habló, Emma no oía nada, y siguió deprisa
subiendo las escaleras, jadeante, loca, y manteniendo aquella horrible hoja de papel, que
le crujía entre los dedos como si fuese de hojalata. En el segundo piso se paró ante la
puerta del desván que estaba cerrada.
Entonces quiso calmarse; se acordó de la carta, había que terminarla, no se atrevió.
Además, ¿dónde?, ¿cómo?, la verían.
«¡Ah!, no, aquí-pensó ella-estaré bien.»
Emma empujó la puerta y entró.
Las pizarras del tejado dejaban caer a plomo un calor pesado, que le apretaba las sienes [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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